Conversaciones CON PROPÓSITO

                                                                                             

Conversaciones CON PROPÓSITO

El arte de saber expresar lo que sentimos

POR RAÚL ERNESTO GONZÁLEZ PINTO

“Una conversación auténtica no consiste en demostrar que la razón está de tu lado,

es sentir que has emprendido una travesía con la persona que hablas”.

Ricky Maye, autor de “Una espiritualidad emergente”

Si has llegado a sentirte harto de los conflictos y malentendidos con una determinada persona en tu vida, tal vez en algún momento has sostenido una conversación como la siguiente dentro de tu cabeza: “Pues le voy a decir a fulano exactamente lo que pienso de él… y si no le gusta lo que va a oír, me vale un carajo, pues ya me tiene hasta aquí con sus impertinencias.”

Si, en efecto, te animaste a decirle “sus verdades”, es probable que hayas experimentado un fugaz y esperado alivio…  solo para luego darte de topes por haber cedido de manera infantil a tus irrefrenables impulsos. Peor aún, tal vez tuviste que pagar un alto precio por tan penosa situación, gracias a la cual le diste al ofensor la oportunidad de hacerse la víctima: “No entiendo por qué me agredió, todos ustedes fueron testigos”. Sin embargo, también es cierto que quedarte en silencio solo hubiera servido para alargar indefinidamente tu suplicio. De hecho, te habrías recriminado por no haberte atrevido a “fajarte los pantalones” y decir las cosas realmente como son.

LOS SINSABORES DE LA HONESTIDAD BRUTAL

La situación antes presentada es un ejemplo de honestidad brutal, como se da en llamar a la práctica de expresar lo que uno piensa o siente de manera directa y sin filtros, aunque ello suponga lastimar los sentimientos de tu interlocutor. Los defensores de esta postura argumentan que es mejor ser claros y sinceros que decir las cosas a medias, ya que la ambigüedad induce a la evasión, la confusión y al engaño, pues se crea la falsa sensación de que las cosas están bien cuando, en realidad, no lo están.

Si bien resulta indudable que la claridad siempre será preferible a la hipocresía, el problema con las personas brutalmente honestas no está en lo que éstas dicen sino en cómo lo dicen. Uno de sus máximos abanderados es Ray Dalio, fundador de una empresa de gestión de inversiones en la cual los directivos han hecho suyo el lema “Evalúa con precisión, no con suavidad.” Dalio – cuya fortuna asciende a los 18 mil millones de dólares –  se justifica de la siguiente manera: “Nadie dijo que la honestidad radical fuera fácil; en ocasiones los nuevos empleados – quienes no acaban de acostumbrarse a practicarla – la sienten como si fuera un ataque”. Yo, por lo menos, así lo sentiría si mi jefe me dijese cosas tan lindas como: “Tu reporte está peor que si lo hubiese escrito un analfabeta miope y, por si fuera poco, carente de imaginación”. Otra de las “gemas” del referido misántropo señala que es necesario empujar hasta el límite a los empleados para que enfrenten sus imperfecciones, aunque esto les resulte por demás doloroso.

Por su parte, Josh Tucker – un bloguero – no se anda con sutilezas cuando afirma que “si no eres capaz de ser brutalmente honesto con la gente… entonces no eres sino un cobarde”. Como podemos ver, en el lenguaje de los apologistas de la honestidad brutal se pueden apreciar una violencia emocional y un prejuicio machista apenas contenido. Justin Hale, un especialista en desarrollo humano, apunta que este tipo de personas no son tan honestas como lo dicen ser, porque lo que ellos llaman “decir la verdad” son en realidad sus creencias personales, las cuales pretenden imponer a los demás, y porque sus “hechos” no pasan de ser sus meras opiniones.

NO CONFUNDAMOS EMPATÍA CON HIPOCRESÍA

Una vez que hemos establecido que la honestidad brutal tiene mucho de brutal y poco de honesta, bien haríamos en mostrar empatía hacia nuestros interlocutores en las conversaciones cotidianas, para así demostrarles que estamos abiertos a su manera de ver las cosas, en vez de tratar de imponerles la nuestra, ¿cierto? En teoría, sí, sin duda. Sin embargo, la realidad apunta en la dirección opuesta, como habremos de comprobar en una anécdota personal que comparte Kim Scott – una mujer de negocios – en su libro “Radical honesty” (Franqueza radical), la cual traduzco a continuación:

“Bob, uno de mis nuevos colaboradores, era una de esas personas que te caen bien de inmediato. Era amable, divertido, atento y comprensivo. Además, había llegado con las mejores referencias y me daba un gusto enorme que se hubiera incorporado a mi compañía. Había solo un problema con él: sus resultados daban mucho qué desear. De hecho, perdí mi confianza en él al poco tiempo de haberlo contratado. Tenía semanas trabajando en un documento en el que había ocupado buena parte de su tiempo. Cuando tuve oportunidad de revisar lo que había avanzado, mi decepción fue mayúscula cuando pude ver que no tenía coherencia alguna… Y, sin embargo, la siguiente vez que lo vi no me animé a abordar el problema. Lo único que le dije fue que lo que había hecho no estaba mal para empezar y que yo le ayudaría a terminarlo…

Lo que pasa es que es realmente difícil decirle a alguien que no está haciendo las cosas bien, porque no quieres herir sus sentimientos y porque no eres una persona sádica. Tampoco te conviene que los demás piensen que eres un desgraciado… Por supuesto, el impacto de mi comportamiento complaciente con Bob empezó a afectar a otros, quienes se empezaron a preguntar porque a él si lo toleraba. Siguiendo mi ejemplo, ellos también empezaron a hacerse de la vista gorda, así que terminaban por corregir sus errores o volver a hacer su trabajo.

Cuando vi que estaba a punto de perder a mi equipo, me di cuenta de que no podría sostener la situación un minuto más. Así pues, invité a Bob a que nos tomáramos un café. Si bien él pensaba que íbamos a tener una conversación amigable, después de un par de momentos de vacilación le dije que estaba despedido. Después de un silencio insoportable, echó hacia atrás su silla, que rechinó sobre el piso, y – viéndome directo a los ojos – me preguntó: ‘¿Por qué no me lo dijiste antes?’ Y a continuación lanzó una nueva pregunta: ‘¿Por qué nadie me lo dijo? ¡Yo pensé que les importaba!’ Ese fue el momento más bajo de mi trayectoria profesional. Yo había cometido una serie de errores y el que había terminado pagando los platos rotos había sido Bob” (páginas 6 a la 9 del mencionado libro).

MUCHO MEJOR, LA FRANQUEZA RADICAL

Como pudimos constatar en el relato anterior, la empatía poco o nada sincera resulta peor que la honestidad brutal, pues en el afán de “decir las cosas con tacto” acabamos haciéndoles creer a los demás que las cosas están bien, cuando en el fondo – como lo fue en el caso de Kim con respecto a Bob – lo único que había era temor, enojo, desconfianza y sospecha por parte de ella, la cual – cuando fue finalmente expresada – solo sirvió para acabar de echar las cosas a perder.

Kim describe su malograda empatía hacia Bob como “empatía ruinosa”, pues si bien sus intenciones eran ciertamente buenas (no lastimar los sentimientos de su empleado), no le decía lo que realmente pensaba. Sin embargo, Kim es también muy clara en declararse en contra de la honestidad brutal, a la que nombra como “agresión ofensiva”. En lugar de ambas, propone lo que ella llama “franqueza radical” (radical honesty), que es una empatía franca y a la vez compasiva: directa, aunque salida del corazón.

La referida autora expresa su punto de vista de la siguiente manera: “No necesitas decir malas palabras o mostrarte grosero para ser un gran jefe. De hecho, no recomendaría hacerlo, aun en el caso de que la relación hubiese evolucionado a un nivel de respeto mutuo, ya que uno como jefe no siempre interpreta de manera adecuada las señales de los empleados. Lo que quiero decir es que deberías construir relaciones de confianza y contratar a gente que se pueda adaptar a tu estilo”.

La clave estriba, pues, en desarrollar un nivel tal de confianza tal en nuestros equipos de trabajo que nos sintamos cómodos compartiendo nuestros puntos de vista desde la franqueza radical, ya que esta– a diferencia de la honestidad brutal – se encuentra cimentada en un auténtico interés por el bienestar de los demás.

Miquel Nadal – un estudioso del tema – hace notar que un rasgo esencial de la franqueza radical es evitar caer en el aplauso fácil, propio de la empatía ruinosa. “Es bueno – explica – dar retroalimentación de cada actividad, sobre todo para fomentar la mejora y la eficiencia en todo lo que se hace”. De esta manera, podremos centrar nuestras conversaciones en las tareas que realiza cada integrante del equipo, así como evaluar las acciones específicas con tacto en vez de limitarse a juzgar fríamente a la persona.

Un líder que basa la relación con sus colaboradores en la franqueza radical, se preocupa auténticamente por ellos. Más allá de evaluar las tareas encomendadas, muestra un interés genuino en la persona. Si la honestidad brutal se nutre del miedo y el desprecio, la franqueza radical surge de la compasión, la empatía, la sinceridad y el entendimiento mutuo. Kim Scott la define como “la capacidad de preocuparse personalmente por las personas con las que te encuentras trabajando, así como de desafiarlas de manera directa; dado que te preocupas por ellos, querrás ayudarlos a mejorar”.

CONFIANZA, LA PIEDRA ANGULAR DE UN EQUIPO DE TRABAJO

Como señalaba líneas arriba, la confianza es un ingrediente fundamental en los equipos de trabajo. Un equipo de alto desempeño, a decir de los expertos, posee las siguientes cualidades: confiamos unos en otros, buscamos el consenso sin censurar las ideas, establecemos un compromiso con las decisiones y planes de acción, creamos sinergia y tomamos responsabilidad por el cumplimiento de los planes, nos centramos. Por el contrario, en uno de bajo desempeño prevalecen la desconfianza, la poca sinergia, la descalificación y la competencia malsana entre sus integrantes.

Me atrevería incluso a afirmar que la honestidad brutal es propia de los equipos de bajo desempeño, que descuidan los procesos de relación humana y se vuelcan, erróneamente, en los resultados, olvidando que las relaciones de trabajo dañadas difícilmente se traducirán, en el largo plazo, en una productividad elevada.

En mi experiencia como consultor empresarial, observo cinco fallas recurrentes en los equipos de trabajo: a) falta de atención a los resultados, b) no existe un rendimiento de cuentas adecuado, c) no hay un compromiso auténtico por parte de los colaboradores, d) en vez de enfrentarlos, se tiende a evadir los conflictos, e) hay una falta de confianza. Si se pusiera más atención a este último factor, la incidencia de los cuatro anteriores sería mucho menor, pues si generamos un ambiente de confianza no tendremos temor al rendimiento de cuentas, dejaremos de rehuir el conflicto y nos comprometeremos con los resultados.

Peter Scholtes, autor del libro “Como liderar”, indica que la confianza plena surge de la combinación idónea entre dos factores: una positiva actitud y una elevada aptitud por parte de la persona en la que depositamos nuestra confianza. Es decir, si te encomiendo la tarea de venderle un nuevo proyecto a un grupo de inversionistas es porque sé que eres bueno o buena para vender (elevada aptitud) y porque te sientes ampliamente comprometido con nuestras metas (buena actitud). Por el contrario, solo confiaré a medias en ti si tu actitud es buena, pero tu aptitud para realizar la tarea en cuestión es reducida o si tu aptitud para realizar la tarea es elevada, pero tu actitud deja qué desear. Huelga decir que me será imposible confiar en tu persona si no sabes cómo realizar la tarea (baja aptitud) y, además, tu compromiso es poco menos que existente (mala actitud).

ABRAMOS LA PUERTA A LAS CONVERSACIONES PLENAS

En su libro “Opening doors to teamwork and collaboration”, los consultores de negocios Judith Katz y Frederick Miller señalan que la mejor manera de saber qué tan productiva es una organización es observar la calidad de las conversaciones que se dan dentro de los equipos de trabajo, ya que las innumerables interacciones diarias constituyen la piedra angular de la colaboración y el trabajo en equipo.

Katz y Miller identifican cuatro factores que suelen empañar la calidad de las conversaciones en los grupos colaborativos: no confiamos unos en otros; no nos sentimos seguros de poder decir lo que queremos decir; no sabemos cómo interpretar correctamente la intención de la otra persona; no nos sentimos cómodos escuchando puntos de vista que difieren del nuestro.

En consecuencia, ambos autores proponen cuatro “llaves” metafóricas para destrabar las conversaciones internas y, de esta manera, abrir la puerta a las conversaciones plenas. La primera llave abre la puerta de la confianza y su mensaje consiste en tomar riesgos, intentar nuevos comportamientos y concretar nuevas acciones; compartir aquello que nos inquieta, poniendo las cosas sobre la mesa. En suma, si insistimos en hacer lo de siempre, nunca aprenderemos a tomar riesgos para intentar hacer cosas diferentes.

La segunda llave abre la puerta de la colaboración. Si te escucho como un aliado, en vez de un competidor, podré enterarme de lo tú me compartes. Al hacerlo de esta manera, iremos sumando ideas. Escucharte como un aliado no significa que habré de suavizarte las cosas, ni evitar decir mi verdad, ya que es mi obligación ser sincero contigo y proporcionarte retroalimentación que realmente te sirva. Escucharte como un aliado también supone cuestionarte, no solo decirte aquello que quieres escuchar (franqueza radical).

La tercera llave abre la puerta del entendimiento. Cuando me compartes lo que intentas hacer, esto me ayuda a no tener que adivinar lo que quieres. Al abrir la puerta del entendimiento, seré capaz de ver de qué manera podría contribuir con más rapidez y confianza a lo que me dices que deseas hacer. Difícilmente podremos entendernos si no conocemos cuáles son las expectativas que cada uno tenemos del otro. En pocas palabras, si no sé hasta qué punto te sientes comprometido con la idea que me compartes, me será difícil mostrar mi propio compromiso hacia tu idea.

Finalmente, la cuarta llave abre la puerta a los logros. Cuando me haces ver que tu perspectiva es diferente a la mía, aprendemos a valorar las diferencias como una manera de aportar valor, en vez de entenderlas como una potencial fuente de conflicto. Podremos así sumar los recursos en tus manos y en las mías. Y esto no lo podríamos haber logrado cada uno por separado.

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