El cáncer de mama y yo…

Claudia De la Cruz Beltrán

Mi historia empezó hace un año, mientras tomaba una ducha. Aproveché para explorarme, cuando toqué un bultito raro en mi seno izquierdo; pensé que era una bolita de leche materna porque tenía un mes de haber dejado de amamantar a mi bebé, así que no me asusté. Como prevención, a las dos semanas de que me detecté esa bolita fui al ginecólogo y me dijo lo mismo: “probablemente es leche materna acumulada”, sin embargo, me sugirió hacerme un eco mamario para salir de dudas. 

Me hice el ultrasonido y ahí fue cuando empezó esta lucha, la de querer vivir, en el momento en el que el doctor que me estaba realizando ultrasonido me preguntó si en mi familia había familiares con cáncer detectado. Qué impresión. La respuesta fue no, nadie, nunca jamás en mi familia ha habido casos de cáncer, ni por parte de mi mamá ni por parte de mi papá. “Hay una sospecha”, me dice, “debo realizare una biopsia y lo más remendado que la realice lo más rápido posible”. Yo sólo podía pensar: “¿Qué me está diciendo? ¿En qué momento mi vida llegó a este punto si hace 7 meses que di a luz a mi niña y ahora me están hablando de esto?”. Miles de preguntas sin respuesta y miedos pasaron por mi cabeza.

El ginecólogo me mandó con uno de los mejores oncólogos de Torreón, o al menos él así lo describió. En mi cita con el oncólogo, el doctor me revisó el seno y mi brazo interno. “Listo, cámbiese; tome asiento” …  Tan pronto me senté, el doctor lanzó la bomba: “Tienes cáncer y, por lo que pude ver, está en etapa 4; además, los ganglios también están infectados”. Mi mundo se tornó obscuro y en mi cabeza sólo podía escuchar “me voy a morir; no me puedo morir; me voy a quedar sin cabello; no quiero quedar así, fea, enferma, sufriendo; me gusta mucho mi vida”, mientras que el doctor seguía hablando, pero yo estaba en un mar de lágrimas, sin entender qué estaba pasando- Toda mi vida pasó delante de mis ojos durante esos tres minutos, agaché la cabeza y así me quedé mientras el doctor me explicaba que tenía que extirparme el seno porque que lo tenía muy pequeño y no podía hacer cirugía conservadora. Entonces, mi esposo le comenta al doctor que nos habían mandado por una biopsia, “¿No se la van a hacer para estar seguros?”, le preguntó, y él doctor oncólogo contestó que las biopsias sólo se hacen cuando no se encuentra la bolita, que en mi caso no había necesidad de biopsia porque sí se palpaba el bulto.

Sinceramente yo seguía con la cabeza inclinada, llorando, tratando de asimilar lo que mi corazón, mi mente y todo mi ser no querían aceptar. El doctor me dice: “Mírame, Claudia”, con una voz fuerte; llena de poder; de cierta frialdad, casi maldad; así lo escuché y así lo sentí. Levanté la cabeza y miré sus ojos mientras él soltaba un: “Nadie te va decir lo contrario, tú tienes cáncer”. Sentí sus ojos llenos de odio, así percibía su mirada que traspasaba todo mi ser y me deshacía con sus palabras crudas y frías sin nada de humanidad ni empatía. “Nunca, en 28 años de carrera, me he equivocado. Bueno, me puedo equivocar, soy humano”, continuaba hablando mientras una sonrisa se le dibujaba en el rostro.

Me levanté de mi silla y le di las gracias al doctor. Salí del consultorio casi corriendo, miré el cielo tan bello y azul, respiré y dije: “No quiero morir, no quiero tener cáncer no quiero quedar sin cabello”. Puede sonar frívolo y hasta ridículo, pero este era mi más grande miedo, no tanto el cáncer, sino saber que quedaría sin cabello por el tratamiento. Me derrumbaba. Cuando dicen la palabra “cáncer” lo primero es pensar en la muerte y qué triste que necesitemos a veces un estrujón así para ver lo hermoso y grandioso que es estar vivos. Tener salud es lo más bello y único que debemos agradecer, lo demás son cosas que podemos resolver. Qué ironía, estamos vivos sin vivir.  

La tarde noche del día de mi diagnóstico fue la peor de mi vida. Miré a mis hijos y sólo podía llorar al pensar que, si moría, no los vería más y evidentemente no quería eso. Miré a mi madre, a mi esposo, a mis hermanos, a mi familia. Recibir un diagnóstico de esta magnitud la verdad no fue nada fácil. Y contarles a los demás, sin que se me hiciera un nudo en la garganta, tampoco. Para muchos fue como una bomba. Si yo no lo esperaba, imaginen el resto. En momentos como ese piensas en todo y en nada, lloras y te preguntas por qué a ti, qué hiciste para merecer esto. Yo lo veía como un castigo. Imagínate, esos pensamientos negativos invaden una cabeza descontrolada y un corazón roto. El cáncer no llega solo, llega acompañado de angustia, miedo, incertidumbre, ansiedad, tristeza, enojo, dolor, etc. Ese huracán de emociones está ahí, haciendo de la suyas en tu cuerpo, en tu mente, en tu alma; esa revolución interna te agota.    

Busqué una segunda opinión y me encontré con el doctor Jesús Édgar Díaz, quien lo primero que me dijo fue que no podía darme un diagnóstico sin hacer primero una biopsia. “Sí, en el eco se encontró algo sospechoso, pero no hay seguridad de que sea cáncer”. Me realizaron la biopsia y finalmente resultó que sí era cáncer. Salí corriendo, otra vez, del consultorio. Cuando llega el cáncer la mirada se nubla, sientes una opresión en el pecho que no te deja respirar. Sientes que todo se cae lentamente, que todo se derrumba; sientes que tu energía se apaga, los colores dejan de brillar. Me tranquilicé y volví al consultorio. Habló el doctor: “Sí es cáncer, pero la bolita es muy pequeña y es una etapa uno”. Gracias al diagnóstico del doctor resultó que el tumor apenas se estaba formando, sin embargó sí era necesario hacer una cirugía. “Si no hay metástasis se retira sólo la bolita, una cirugía conservadora. Y si hay metástasis entonces hay que extirpar todo el seno”. Gracias a Dios no tenía metástasis y solo retiraron la bolita; fue una cirugía conservadora. Me retiraron tres ganglios, los examinaron y no había metástasis. Yo estaba feliz porque eso significa que no me darían quimioterapia. Mandaron a analizar el tumor que retiraron y el cáncer que se estaba formando era el “triple negativo”, un tipo de cáncer de mama que no tiene ninguno de los receptores que por lo general se encuentran en el padecimiento, esto quiere decir que no se pueden usar la terapia hormonal u otro medicamento para ayudar a destruir las células cancerosas. La única arma para el triple negativo es la quimioterapia, lo que yo no quería.

Primero me aplicaron las radioterapias, 33 sesiones de lunes a viernes de 5 minutos cada radiación, el Doctor Jorge Jiménez fue quien me las administró en el Centro Oncológico. Al ser un cáncer de etapa uno, me realizaron así el procedimiento: primero las radioterapias y después las quimios. Terminando las radioterapias me colocaron un catéter por donde aplicarían las quimioterapias: 8 sesiones, 4 rojas y 4 blancas. Comenzamos con las rojas con el Doctor David Veyna, aplicada cada 21 días. Esa quimio es la fuerte, es la que hace que tu cuerpo sienta que se está consumiendo por dentro, que te estás quemando lentamente. No puedes estar acostada, bueno en mi caso era peor si estaba recostada; la náusea, el dolor de cabeza, el cansancio. Aunque cada organismo es diferente, no todos sienten lo mismo. En la segunda sesión de quimio mi cabello empezó a caer a puños. Pasarse la mano por la cabeza es quedarse con un mechón en la mano, peinarse es un dolor en el corazón y lavarse el cabello culmina con una bola de éste en el resumidero… Incluso vemos irse cejas, pestañas. Mil preguntas de cómo volverá a crecer… Era algo que, por más que quería aplazar, lo tenía que hacer. Le dije a mi esposo y a mis hijos: “Llegó el momento”, le dije a mi cabello: “Hasta pronto”. No fue tan traumático como pensé; claro que lloré, pero así me miré al espejo y me dije: “El pelo no soy yo y me siento preciosa”.

Son increíbles los cambios que tenemos que hacer. Jamás en mi vida me hubiese rapado la cabeza; mi esposo y mis hijos jamás imaginaron tener que rapar a su madre y esposa por esta enfermedad, ellos la pasaron más mal que yo, creo, al tener que hacerse fuertes para mí, para que yo no me sintiera mal, en estar ahí para mí con sus bromas para darme vida y no tristezas, sobre todo, el tener que guardar sus miedos y sus lágrimas para estar optimistas ante esta situación. Esta enfermedad te hace fuerte, te hace afrontar los problemas y te hace sacar una fuerza y una valentía que jamás hubieras imaginado que tenías un tiempo atrás. Decisiones que jamás hubieras tomado por ti misma, pero qué haces. Así nos ha tocado vivirlas.

Terminamos las quimios rojas y seguimos con las blancas. Estas son las más light, por así decirlo. Se termina la náusea y el dolor de cabeza, y sólo queda el hormigueo en dedos y huesos; sientes cómo batalla tu cuerpo para ponerse de pie, pero lo logras; caminas como si tuvieras 100 años, pero esa quimio es la más compasiva de las dos…

Al fin terminamos y tocamos la tan anhelada, y al principio tan lejana, campana con lágrimas en los ojos, con coraje, con amor y suspiros. Lo logré; lo logramos, familia, porque sin ellos no lo hubiera logrado, nunca me sentí sola, siempre he estado acompañada y creo que es la mejor terapia para esto. Asimilar, digerir y nunca encerrarse en uno mismo; sentirse acompañada y acompañar es fundamental para transitar esta situación, con verdadera empatía, sin juzgar, sin forzar nada, tratando de evitar la positividad excesiva, así como la pena y la lástima. Todo son etapas y, aunque al principio lo veamos muy lejano, al final llega ese día en el que te despiertas y ya tienes tus heridas cerradas. Con todo y tus marcas y cicatrices estás sonriendo y con ganas de encarar la vida con fuerza y ahí es cuando te das cuenta que no importa qué pasó o qué te vaya a pasar. Vas a poder porque siempre pudiste, estás pudiendo ahora y vas a poder siempre, que nos volvemos ver fantásticas con un nuevo look que jamás hubiéramos pensado experimentar. Y de repente, como si nada, empiezan a salir unos puntitos negros y empiezas a sentir que llega la trasformación a una nueva normalidad. Con el cabello llegan las cejas, las pestañas, poco a poco vuelven, como el ave fénix de las cenizas.

Cada etapa tiene lo suyo: algunos momentos difíciles, otros muy bonitos, a veces un poco de caos, otros momentos de paz, tal como la vida misma. A veces pienso que todo pasó tan rápido. Veo las fotos y digo “¡Madre mía!, ¿y todo esto?”, pues todo esto pasó y ahora queda lo más importante: vivir.

Después de esto no hay nada más importante. Llegó el cáncer para poner mi vida patas arriba y lo hizo. Sin embargo, aquí estoy, con alguno que otro miedo rondando mi cabeza, pero más fuerte que nunca, con mucho más amor que compartir, porque decir “te quiero” me gusta, porque levantarme por las mañanas es señal de que tenemos otro día por delante y una nueva oportunidad para vivir y dar gracias a Dios por tener salud, por ver lo maravilloso que es este bello mundo.

La muerte llegó a tocarme la puerta, pero mis ganas de vivir le enseñaron la salida. Ya nada será igual, lo sé, pero con amor podemos, con amor se sale adelante. Queremos vivir y vamos por eso.

En mi caso, algo muy importante que rescato es que en este tiempo hubo personas que realmente me hicieron llegar su amor de alguna forma, me sentí acompañada; busqué ayuda psicológica, mi familia y mis amistades nunca me soltaron.

Autoexplórate, pálpate, tócate, conoce tu cuerpo. De verdad, una detección temprana es una batalla ganada. Yo me lo noté a tiempo y por eso estoy aquí contando un poco de mi experiencia con el cáncer de mama. Y aun me faltan procesos que pasar, pero con la ayuda de Dios y mi familia lo lograré.

Eres una luchadora, eres grande, mágica, poderosa, invencible, y lo has demostrado durante toda tu vida. Vale la pena vivir. Todo pasa y todo llega. La vida nunca será igual, depende de ti hacer que sea maravillosa.

¡Feliz vida!

Deja un comentario