“LOS PUEBLOS Y COMUNIDADES INDÍGENAS”

“LOS PUEBLOS Y COMUNIDADES INDÍGENAS”

Los pueblos y comunidades indígenas de México constituyen un conjunto social pluriétnico y multicultural; son portadores de identidades, culturas y cosmovisiones que han desarrollado históricamente.

Se estima que hay una población de 15.7 millones de indígenas y existen 68 pueblos indígenas en consonancia con las 68 lenguas de las que son hablantes. De las poco más de 192 mil localidades del país, en 34 mil 263, 40% y más de sus habitantes constituyen población indígena. 

Ahora bien, la Encuesta Intercensal 2015 añadió una pregunta para identificar a las personas que se auto adscriben como indígenas, a partir de ella se consideran 25 millones 694 mil 928 personas indígenas.

Si tomamos en cuenta que en nuestro país somos 128.9 millones de mexicanos, estamos hablando que casi un 20% del total son indígenas. Esto ha creado un problema al estado mexicano, al no ser incluyentes con esa población de mexicanos, en el desarrollo de nuestro país y, peor aún, ha sido realmente un grave problema más para los pueblos indígenas porque han sido despojados y abandonados a su suerte.
 
En las últimas décadas, los derechos indígenas han exigido una defensa y protección basada en esa diversidad y pluralidad cultural, pero al mismo tiempo han reclamado que se tome en cuenta la especificidad histórica de cada pueblo y comunidad con la finalidad de hacer visibles situaciones que les permitan participar y tomar decisiones sobre el rumbo que desean seguir para el buen vivir y la satisfacción plena de sus derechos como personas, pueblos y comunidades indígenas.


 
En nuestro país, a partir de las reformas al artículo 2° Constitucional de 2001, se sentaron las bases para una nueva relación del Estado con la diversidad cultural, la cual parte del reconocimiento jurídico de su existencia y de la necesidad ineludible de fomentar relaciones respetuosas en un plano de igualdad entre las distintas culturas que conviven en México. No obstante, los pueblos indígenas han enfrentado situaciones de discriminación y despojo frente a las cuales han defendido sus tierras y territorios, sus recursos naturales, su autonomía y su identidad cultural durante siglos de colonialismo.

La persistencia de la civilización mesoamericana que se encarna hoy en pueblos definidos (los llamados comúnmente “grupos indígenas”), y que se expresa también de diversas maneras en otros ámbitos mayoritarios de la sociedad nacional es a lo que el Maestro Bonfil Batalla se refirió como “el México profundo”. Con base en el reconocimiento de este México debe haber argumentos para una reflexión más amplia, que nos debe incumbir a todos los mexicanos: ¿qué significa en nuestra historia, para nuestro presente y, sobre todo, para nuestro futuro, la coexistencia aquí de dos civilizaciones: la mesoamericana y la occidental?

Podría parecer que reflexionar sobre el problema de la civilización es inoportuno, cuando el país atraviesa por circunstancias difíciles y afronta problemas de todo orden (económicos, políticos, sociales y de seguridad) que exigen solución inmediata; que los problemas que hoy nos agobian con su presencia se deben comprender sólo aislada y parcialmente, en el dilema no resuelto que nos plantea la presencia de dos civilizaciones. Porque dos civilizaciones significan dos proyectos civilizatorios, dos modelos ideales de la sociedad a la que se aspira, dos futuros posibles diferentes.

Cualquier decisión que se tome para reorientar al país, cualquier camino que se emprenda con la esperanza de salir de la crisis actual, implica una opción en favor de uno de esos proyectos civilizatorios y en contra del otro.

La historia reciente de México, la de los últimos 500 años, es la historia del enfrentamiento permanente entre quienes pretenden encauzar al país en el proyecto de la civilización occidental y quienes resisten arraigados en formas de vida de estirpe mesoamericana.

Las relaciones entre el México indígena y el México independentista han sido conflictivas durante los cinco siglos que lleva su confrontación. El proyecto occidental del México imaginario ha sido excluyente y negador de la civilización mesoamericana; no ha habido lugar para una convergencia de civilizaciones que anunciara su paulatina fusión para dar paso a un nuevo proyecto, diferente de los dos originales, pero nutrido de ellos. Por lo contrario, los grupos que encarnan los proyectos civilizatorios mesoamericano y occidental se han enfrentado permanentemente, a veces en forma violenta, pero de manera continua en los actos de sus vidas cotidianas.

La independencia de México fue incompleta: se obtuvo la independencia frente a España, pero no se eliminó la estructura colonial interna, porque los grupos que han detentado el poder desde 1821 nunca han renunciado al proyecto civilizatorio de occidente ni han superado la visión distorsionada del país. Así, los diversos proyectos nacionales conforme a los cuales se ha pretendido organizar a la sociedad mexicana en los distintos periodos de su historia independiente han sido, en todos los casos, proyectos encuadrados exclusivamente en el marco de la civilización occidental.

No debemos de seguir desgastando la energía y los recursos en el empeño de sustituir la realidad de una buena parte de la sociedad mexicana, sino de crear las condiciones para que esa realidad se transforme a partir de su propia potencialidad.

Es necesario formular un nuevo proyecto de nación que incorpore como capital activo todo lo que realmente forma el patrimonio que los mexicanos hemos heredado: no sólo los recursos naturales, sino también las diversas formas de entenderlos y aprovecharlos a través de conocimientos y tecnologías que son la herencia histórica de los diversos pueblos que componen la nación.

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