
Máscara Sagrada
La lucha libre, anécdotas desde el corazón.
Colaboración de Berenice Vallejo y sus recuerdos en la Arena México.
La lucha libre es un deporte que ha sobrevivido el paso del tiempo y que constituye un legado de la cultura popular en el país, ya que su mezcla de deporte y secuencias teatrales hacen de la lucha libre mexicana una de las variantes más interesantes de un género que se ha reconocido y ha sido ícono de nuestra cultura en un ámbito internacional.
VIEJO O ADOLESCENTE, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro y máscara la sonrisa.
Octavio Paz
El Laberinto de la Soledad / 1950.
Caminar por Dr. Lavista una de las calles más icónicas de la Ciudad de México para llegar a un recinto casi sagrado para el mexicano capitalino, la famosa y aclamada Arena México mejor conocida como “la Catedral de la Lucha Libre Mexicana”, es hacer un recorrido entre puestos ambulantes que venden imágenes casi religiosas para quienes apasiona la lucha libre. Máscaras, llaveros, posters, accesorios que nos recuerden y que nos hagan parte del momento del encuentro entre personajes que no sabremos su identidad y sin embargo la tienen, es donde se presenta al ser vivo capaz de ser un héroe, es revivir escenas que se encuentran en la memoria de las películas en blanco y negro de personajes icónicos como El Santo “el Enmascarado de Plata” y Blue Demon, personajes icónicos que se llevan en la memoria y que han caminado en el tiempo como parte del mito para convertirse en una leyenda.

Subir las escaleras para entrar al espacio casi perfecto que puede albergar a 22,500 almas que llenan de júbilo su espíritu en gritos y risas. Pero, ¿qué tiene de especial ese lugar? Es una sencilla y difícil respuesta que tal vez ni siquiera se puede transmitir con palabras, se tiene que vivir, ver, introducirse y dejarse llevar, es una posesión colectiva de adrenalina, felicidad, dolor, es un cóctel casi perfecto de emociones que emergen de cada persona de forma individual y al mismo tiempo de una manera completamente irracional pero que al final conlleva a un momento de desahogo colectivo.
Rodeado de asientos se encuentra en el centro del lugar un cuadrilátero de madera con cuerdas, espacio en donde se albergará el espectáculo esa noche, deporte convertido en performance que combina el combate y las artes escénicas donde se enfrentan cuerpo a cuerpo combatientes en solitario o grupos, pero casi siempre en confrontación de uno a uno como debe ser el combate, de frente, pero en el 90 por ciento de las ocasiones con la ligera sospecha de saber quién eres, una máscara cubre el rostro de la gran mayoría, dando una identidad desconocida como hombre para volverse un ser supremo en ese momento y ser venerado y odiado por la afición que grita a todo pulmón palabras de aliento o de insultos.
Comienza el espectáculo con entradas musicales para cada individuo, mujeres con cuerpos semidesnudos que anuncian el número del combate, la lucha comienza con la intensión entre los participantes de intentar derrotar a su rival con llaves y proyecciones de su cuerpo, mantener en el suelo al adversario es el objetivo, con saltos espectaculares desde las cuerdas al centro del ring para atacar al contrincante, desatan la euforia colectiva, vueltas hacia afuera del mismo para derribar sin mayor problema al espectador e involucrarlo con el juego de la lucha entre ellos, hacer partícipe al observador y dejarse tocar por ellos da el mensaje: “somos reales, somos parte del pueblo y para el pueblo”, este gladiador contemporáneo que en tiempos antiguos se confrontaba armado contra otros gladiadores, animales salvajes o condenados a muerte, la mayoría despreciados por ser marginados y segregados socialmente, tomados solo como divertimento del pueblo pero que sin embargo, ofrecían a los espectadores un modelo de ética militar para combatir, morir con dignidad, en algún momento inspirar y tener un reconocimiento popular, hoy en día es parte de toda una sociedad que se reconoce a nivel mundial tras el nombre de lucha libre mexicana, generando una identidad a un pueblo mestizo lleno de contradicciones y de imágenes surrealistas.

Jugar con la máscara no solo para ocultar la identidad de una persona sino jugar con la identidad del mexicano en el mundo, apareciendo en espectáculos de todo tipo y escuchar “mira ahí está un mexicano” es como si tuviera un sombrero charro puesto en la cabeza, sabes entonces que ahí está un mexicano, es reconocible pero una contradicción al mismo tiempo, a través de la máscara creamos una identidad reconocible, sin embargo el misterio que oculta la máscara de la intimidad del personaje da paso a ese halo de enigma que quieres descubrir pero sabes que si lo haces perderá esa atmosfera de encanto.
Jugar la máscara es jugar el símbolo sagrado del linaje que puede continuar con los descendientes familiares, es un orgullo portar la máscara que guarda la identidad de una familia, es ese superhéroe real, de carne y hueso que por unas horas lucha por aquel que cree en él.
Caída tras caída, lucha tras lucha, para quien disfruta el show quedan atrás el trabajo, las preocupaciones, los desamores, la violencia social, los problemas familiares. En ese momento solo existen los personajes rudos y técnicos enfrentándose, la famosa frase del presentador “¡Lucharáaaaaan, a dos de 3 caídas, sin límite de tiempo!”. Y, en efecto, el tiempo transcurre de otra manera; las personas son ellas mismas, no importa su extracto social, su raza o nacionalidad, su nivel cultural, la edad, porque niños, adultos, mujeres, hombres, todos en comunidad, gritan y se desahogan en ese espacio en el que se puede todo. Estar en ese lugar es una convivencia armónica, no existen pleitos entre las personas que apoyan a uno o a otro, todos revueltos, es como si no importara ser visto y expuesto. Escuchas las porras de los rudos y del otro extremo a los técnicos, con tambores y cantos que parecen tribales, con playeras de colores y distintivos que los hace reconocibles entre ellos. También aparecen esos personajes icónicos que, si eres un asistente asiduo, reconocerás de inmediato, la doña de mandil que cada semana está en primera fila para apoyar a su luchador favorito y que se convierte en parte de la identidad del lugar, es parte del grupo.
Por alguna extraña razón ir a la lucha es una experiencia inmersiva en la que, aunque no asistas cada semana, por unas horas eres parte de ese ritual, de esas tribus con las que el tiempo y el espacio conviven de forma distinta, mientras el monstruo de la Ciudad de México sigue rugiendo afuera de la Arena México.

Cuando termina la función algo sucede. Todos se voltean a ver mientras sonríen y beben de sus vasos con cerveza, como si de pronto recuperaras la conciencia. Y ves a los demás como diciendo para sus adentros “¿viste eso?”, es una complicidad no dicha, pues, expresada de distintas formas a través de las miradas, con el cuerpo relajado y dispuesto a salir de nuevo a la gran urbe. La lucha libre expulsa a las calles de la Ciudad de México a personas que parecen haber sido exorcizadas de sus demonios, emergen de una fiesta sensorial que da vida a una subcultura dentro del pueblo de México y del imaginario colectivo de propios y extranjeros.
Entre la realidad y su persona establece una muralla, no por invisible y menos infranqueable, de impasibilidad y lejanía. El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo, y de los demás. Lejos, también de sí mismo.
Octavio Paz
El Laberinto de la Soledad / 1950.